Ramon Boixadera Bosch
Gabinete Técnico FSC-CCOO
Los años ’70 fueron una época de grandes convulsiones sociales, igualmente febril en lo que a políticas económicas se refiere. En Europa Occidental, la radicalización del movimiento obrero desbordó los estrechos márgenes de los consensos de posguerra, basados en redistribuir los frutos de un elevado crecimiento económico, inducido mediante políticas keynesianas. El establishment evitaba con ello cuestionar el poder de la clase capitalista en el centro de trabajo, en cuya esfera el Estado intervenía con el solo fin de coordinar “estratégicamente” las inversiones privadas y garantizar la paz social.
Esta receta perdió su eficacia a medida que los intentos de estimular la demanda degeneraban, a lo largo de la década, en crisis de balanza de pagos, mientras el capital manifestaba una postura cada vez más antagónica, contestando con una espiral inflacionista y una huelga de inversiones a las reivindicaciones de la mayoría trabajadora.
Algunos, como Thatcher y Reagan, aportaron su apoyo a la patronal a través de la liberalización de los intercambios financieros, la privatización de las empresas públicas y el desmantelamiento de las instituciones de negociación colectiva, con el fin de producir un nuevo equilibrio en la correlación de fuerzas: equilibrio que, de buena o mala gana, acabó siendo aceptado –al menos, a nivel nacional- por las fuerzas de corte socioliberal. Una parte de la izquierda, en cambio, optó por no capitular y resistir a la deriva neoliberal reforzando el poder de la clase trabajadora mediante el control democrático de la economía.
La más conocida de estas propuestas fue, seguramente, el Plan Meidner. Adoptado oficialmente por el sindicalismo sueco en 1976, el plan preveía la constitución de fondos controlado por los sindicatos del 20% de los beneficios anuales, que debían capitalizarse obligatoriamente en acciones de la empresa.
Además de ofrecer a los sindicatos una participación en los beneficios (que debían reinvertirse en la propia empresa o en la formación de sus trabajadores), el plan habría permitido que la clase trabajadora se convirtiera colectivamente en propietaria de la mayoría del capital productivo en unas décadas: transformando radicalmente una sociedad que sigue estando entre las más desiguales de Europa en términos de riqueza (y, por extensión, en términos de la propiedad de los medios de producción, a pesar de la mayor igualdad en el ingreso). Sin embargo, la victoria de la socialdemocracia sueca en 1983, debilitada tras su paso por la oposición y el rearme de la patronal, no fue suficiente para adoptar estas medidas, que acabaron desapareciendo de su programa.
También en Reino Unido, la llegada del laborismo al poder en 1974 se acompañó de un intenso debate alrededor de una Estrategia Económica Alternativa, basada en la planificación imperativa de la inversión y el crédito en amplios sectores de la economía, bajo la participación directa de las secciones sindicales. Desde el Ministerio de Industria, se favoreció la reconversión de algunas industrias (como Lucas Aerospace) combinando la participación de trabajadores y trabajadoras con una transformación de la actividad productiva hacia objetivos sociales y ecologistas. La intervención del FMI en 1976, sin embargo, puso fin a tales heterodoxias; marcando el camino en el que la victoria de los conservadores en 1979 profundizaría.
Una acción más clásica (y también más radical) fue la del gobierno Mitterrand, que en 1981-82 nacionaliza la totalidad del sector bancario y financiero y algunos de los principales grupos industriales galos (en sectores tan diversos como la energía, la química, la siderurgia o la electrónica), que se unen al importante sector público heredado de la Liberación. Es sabido, sin embargo, que la propiedad pública apenas introdujo cambios en la gestión: hasta el punto que el sector financiero en manos del Gobierno conspiró alegremente contra su estabilidad, facilitando la fuga de capitales y la especulación contra el franco francés en los mercados de divisas. Atenazado por la inestabilidad económica y el creciente déficit en la balanza de pagos, Mitterrand capitula en 1983: Nous avons beaucoup rêvé…
La cuestión del control democrático de la economía puede ser considerada un tanto lejana en una época en la que derechos tan elementales como el de negociación colectiva o el de huelga deben ser defendidos contra la voracidad de la patronal y sus representantes. Pero la realidad en la que tales planes se originan sigue vigente, pues sigue siendo difícil afrontar los problemas de la desigualdad y el desempleo mediante políticas keynesianas sin recrudecer la ofensiva del capital contra el trabajo y sin incurrir, accesoriamente, en desequilibrios externos que abren la puerta a la intervención del FMI y el capital financiero (o, en el caso de la Eurozona, en déficits fiscales en cuya financiación el BCE y los especuladores de deuda pública cumplen el mismo papel). Una ofensiva sindical consciente y sostenida desemboca, por su propio impulso democratizador, en un cuestionamiento del monopolio capitalista en la producción: tarea para la que debemos estar preparados.
Lunes, 16 de Julio de 2018