Manuel Alcáraz Ramos
Profesor de Derecho Constitucional de la Universitat d’Alacant
Un subproducto de la crisis es la acumulación de ideas que se van dando por buenas, o por malas, antes de someterse al tamiz de la crítica: a la angustia de los sentimientos le sigue la prisa de la razón por encontrar recetas mágicas que curen nuestros males. No es extraño que esa acumulación de presunciones confluya en la política, que actúa como gran catalizador de incertidumbres. Lo malo es que la política también debe servir para dar soluciones a los problemas, en especial a los que afectan a los sectores más frágiles. Por eso es tan peligroso fiar todo a la ocurrencia, a la novedad, a la frase ingeniosa en las redes. Viene esto a cuento de cómo muchas opiniones centran su discurso sobre la crisis en lo institucional. Lo que significa: A) Oscurecer el carácter esencial de la crisis como episodio de la lucha de clases y hacer olvidar que el mayor de los problemas de cualquier actitud crítica es la carencia de una teoría plausible de superación del capitalismo. B) Hacer creer que se puede desligar la crisis política de ese condicionante económico.
Se está constituyendo un discurso centrado en el descubrimiento de la existencia de un régimen conformado por una ambigua casta que habría falsificado la voluntad popular, desde una Transición que, al parecer, nunca existió. Pero no es cierto: la cantidad de mediaciones entre lo social, lo económico, lo político y lo cultural es tan grande que esta simplificación oculta más que explica, lo que se aprecia mejor cuando observamos: A) Muchas de las opciones adoptadas en más de 30 años de democracia han gozado de amplio consenso que no puede explicarse por la simple manipulación; en esos años también ha habido momentos de intensas luchas populares. B) Una cosa es dar por bueno todo el relato oficial de la Transición y otra negar la dialéctica de una época difícil, sus combates y la construcción de perdurables espacios de libertad; los teóricos de esta relectura se centran en resaltar la traición de la izquierda, pero omiten explicar qué alternativas existían, dada la correlación de fuerzas. C) El modelo constitucional español no se diferencia mucho de Estados de nuestro entorno y la democracia se consolidó con elevados índices de participación y apoyo.
No debemos, pues, pensar, en términos de régimen, término peyorativo que presupone la negación de cualquier virtualidad democrática. Tampoco es correcto pensar en un colapso del sistema, en un sistema democrático tan minado que se está desplomando sobre sí mismo. El dato principal es que el sistema político no está siendo capaz de responder a las demandas surgidas de la crisis socio-económica: lo que falla es la banalización creciente del Estado social y democrático de Derecho, provocada por el neoliberalismo, el consenso de Washington y algunas políticas de la UE. Ahora bien, esa inadecuación del modelo constitucional es el resultado directo de la fractura social que incita a la busca inmediata de responsabilidades en el sistema político en forma de respuestas que no puede ofrecer.
Porque el sistema entra en crisis particular en contacto con esas dinámicas porque observaba ya una amplia fatiga de materiales. La causa mayor de ello es la forma peculiar de vertebrar y desarrollar un bipartidismo en el que los grandes partidos han estado tácitamente de acuerdo en: A) Aceptar la radicalización del capitalismo y su resultado principal: la desigualdad. B) Practicar un moderantismo en los temas institucionales que suponía, en la práctica, que en cuestiones básicas –como la reforma constitucional-, cada partido concedía derecho de veto al otro.
Ello se debía a que ambas partían de un supuesto esencial: el desarrollo español estaba provocando el auge de las capas medias que, en lo político, se definían por el centrismo, y sólo conquistando ese voto se ganaban elecciones. Esta dinámica ha venido marcando todo el discurso y lo principal de la práctica política sin que fuera impugnada por la sociedad civil, los medios de comunicación ni los sindicatos. Era posible, en todo caso, la disputa simbólico-cultural o la referente a cambios en derechos de contenido no económico –a veces muy importantes: pensemos en los avances en igualdad de género- y el desarrollo de estrategias que compatibilizaban la tensión bipolar creciente con esa paz interior en las materias que reclamaban cambios. Por eso recordaremos los últimos años como muy broncos pero, a la vez, ayunos de medidas fortalecedoras del trabajo frente al capital, de reformas dinámicas en el modelo de Estado o de apertura de la democracia hacia la participación.
Este es el legado peor del bipartidismo: la patrimonialización del poder, la mediocridad en los aparatos partidarios, la colonización bipartidista de la estructura del Estado, la renuncia al liderazgo moral, admitiendo episodios continuos de corrupción. Y eso es lo que ahora se critica. Se pide responsabilidad a unos actores políticos degradados, que hicieron de la elusión de la responsabilidad política la consecuencia principal de su forma de actuar. ¿Puede ser ese cambio el resultado de un mero acto de voluntad? No. Me da la impresión que muchas insurgencias, que muchas emergencias, no están dispuestas a escapar de ese terreno de juego. Por eso, como hipótesis, sostendré:
- A) El sistema, para superar su bloqueo, se adapta: está mutando para instalarse mejor ante los nuevos requerimientos de una fase marcada por la fractura social, el desencanto institucional, la corrupción entendida como violencia simbólica. Quizá la fórmula más llamativa de ello es un desdoblamiento de las fórmulas orgánicas dentro de cada bloque tradicional izquierda-derecha. Porque Podemos y Ciudadanos pueden negar la virtualidad de la tradicional línea divisoria, pero no conseguirán que los ciudadanos lo hagan. Otra cosa es que ese desdoblamiento permita una mayor flexibilidad en los pactos y, de manera positiva, facilite redimir a los grandes partidos de sus mayores vicios. Pero igualmente creo que, en el medio plazo, las alianzas se estabilizarán en las áreas conservadoras-progresistas previsibles, con independencia, también, de que el campo de la izquierda será más plural y, aparte de Podemos y PSOE, haya que contar con IU, Compromís, Chunta Aragonesista, IC, verdes…
- B) Lo que cambiará es la cultura democrática, esto es, las prácticas políticas a las que se atribuye un significado simbólico susceptible de (re)organizar la comprensión del presente y la elaboración de estrategias de futuro. Supondrá cosas como: superar la estabilidad restrictiva de las instituciones como gran valor del sistema, admitir la reforma constitucional como un factor de integración social –aunque no un proceso constituyente indefinido e indeterminado-, compatibilizar mecanismos de democracia representativa y participativa, refundar las relaciones entre las instituciones y los diferentes segmentos de la sociedad civil –no reducida a los empresarios-, introducir como valores fuertes cuestiones como la democracia paritaria y el ecologismo, etc.
En torno a estos ejes, creo, se reorganizará la política. Porque la fase de pura ideologización de los conflictos puede ahogarse en su propia impotencia.