Joan Carles Gallego y Herrera
Exsecretario General de CCOO Catalunya
Desde hace algún tiempo el fantasma del populismo aislacionista agita detrás de las fronteras del orden establecido. Nos alerta del “daño”, cuestiona “certezas” y propone “simpleza”. Con indiferencia hacia las causas de su aparición es criticado por las formas de su expresión. Pero este populismo crece y avanza y concreta respuestas políticas, con amplios apoyos sociales, que prometen levantar barreras proteccionistas para ofrecer un espacio cerrado lleno de seguridades y autosuficiencia. Así el Brexit, la elección de Trump, el auge de la extrema derecha y del sentimiento xenófobo en Europa se explica por la oferta de certezas simples que nos protegen de un futuro desesperanzado.
La propuesta política proteccionista es la respuesta en clave populista conservadora y reaccionaria a los malestares que genera la globalización. El análisis inmediato y simple de la realidad muestra cómo la globalización genera pérdida de derechos sociales y económicos en la mayoría de la población y castiga de forma especial a las clases medias, la clase trabajadora estable y con derechos, que ve desvanecerse su zona de confort y las expectativas de futuro de sus hijos e hijas. Una realidad donde arraiga el crecimiento de una respuesta proteccionista como contrapunto a la libre circulación de mercancías y, en especial, de trabajadores y trabajadoras que facilita la globalización.
La falta de análisis crítico en relación a las políticas concretas que generan la base institucional, material y cultural donde crece el malestar y la insuficiente propuesta política de izquierdas en relación a alternativas políticas creíbles, facilita el auge de los valores más extremos de la derecha. Estos valores que quieren salvaguardar la seguridad individual en base al cierre, aislamiento, la autosuficiencia y la protección hacia todo lo diferente, extraño, incierto.
La indistinción con que los diferentes gobiernos de Europa han aceptado las recetas políticas de austeridad dogmática impuestas por la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional (la troika), ha contribuido al desencanto político y alejamiento institucional de la ciudadanía. También en Cataluña, bajo gobiernos de CiU primero y en coalición con ERC después, y en España, con el PSOE o el PP, las políticas aplicadas han sido miméticas, nada diferenciadas de las recetas dictadas y aplicadas al conjunto de la UE. La obsesión de las diferentes fuerzas al gobierno para ocupar el centro político y demostrar responsabilidad fiscal mientras se es incapaz de contrarrestar -en el discurso y en las políticas- el dogma neoliberal impuesto, aleja a amplios sectores sociales del marco institucional establecido y de su representación política. Los graves efectos sociales de estas políticas, la pérdida de expectativas de cambio y la falta de oferta política alternativa creíble hace crecer la indignación. Así se explica en buena parte lo que ha sido la emergencia de nuevas ofertas políticas que aquí convulsionan el escenario político del bipartidismo y en Europa trastoca, también, el mapa institucional.
Las dinámicas proteccionistas que aparecen últimamente, las que explican el Brexit, la elección de Trump o el auge de la extrema derecha, abordan el malestar confrontándose con la globalización, pero no cuestionando la vigencia del ultraliberalismo que dirige las relaciones económicas internacionales en un mundo cada vez más abierto e interdependiente. La globalización entendida como movilidad mundial de personas, ideas, mercancías y capital ha existido siempre y, con mayor o menor intensidad, se ha desarrollado en diferentes áreas del planeta. Es cierto que la aceleración tecnológica y su aplicación a la comunicación y el transporte ha hecho el mundo más pequeño y ha facilitado la movilidad y la interrelación. Permite que las estructuras jerárquicas piramidales se conviertan en redes horizontales, pero no cuestiona capacidad de control y dirección desde el núcleo central, que puede ser igual o superior, ya que el núcleo de poder puede ser más pequeño pero también más potente. Un proceso de globalización de una economía mundial financiarizada, que a pesar de los cantos de sirena y promesas de cambio realizados en 2008 a raíz de la quiebra del sistema financiero internacional, sigue aprovechándose de la débil regulación. Los escasos controles al movimiento de capitales permiten al sector financiero aumentar su posición de poder y supeditar los procesos productivos y las relaciones comerciales internacionales en busca de la mayor rentabilidad, obviando responsabilidades sociales y ambientales.
Las dinámicas de descentralización productiva y deslocalización crecen en esta realidad. Industrias que identificaban un territorio, y lo definían social y culturalmente, se trasladan a otros países donde se puede producir a más bajo costo y donde es posible obtener rentabilidades más altas y más rápidas a las inversiones financieras. Lo hemos visto estos años de crisis y recesión. Las raíces industriales ya no se determinan por la proximidad a la materia prima, ya que los costes de su movilización es una variable más, no la determinante, que disfruta de las ventajas de los cambios operados en el transporte y la energía. Las ideas, la organización, la innovación, son bienes intangibles de ubicación global en un mundo donde la comunicación planetaria es inmediata. Deslocalización para producir productos más baratos que luego nos venden a nosotros.
Procesos que generan paro y desempleo, que presionan a la baja las condiciones salariales y de trabajo. Descentralización productiva que permite externalizar el riesgo de la gran empresa al pequeño proveedor, de la empresa a la contrata o subcontrata y el autónomo. Externalización del riesgo que tiene en el trabajador el último eslabón, el más débil, de una cadena donde la flexibilidad es el nuevo icono para determinar la competitividad productiva y que, por tanto, justifica la devaluación del derecho laboral para garantizar la libre disponibilidad del trabajo a las necesidades de la rentabilidad empresarial.
Es cierto que el impacto negativo de la globalización en los derechos de los trabajadores, tanto en los países desarrollados como en los países en desarrollo, que la propia gestión de la crisis lo ha acentuado, ha dejado a millones de trabajadores en paro, en la pobreza y en la precariedad. Sin duda la falta de eficacia del Derecho Internacional del Trabajo y de la acción de la OIT explica la situación. Pero precisamente esto conlleva trabajar para dotar de más herramientas a esta acción mundial que dote de eficacia un conjunto de reglas globales que garanticen el trabajo decente en todas partes, en los términos que determina la propia OIT, y reforzar las organizaciones internacionales de los trabajadores, el sindicalismo internacional, para hacer de contrapeso de un proceso de globalización que destierra los derechos laborales y las demandas sociales.
Descentralización productiva y deslocalización presionan a la baja también los controles medioambientales y los compromisos sociales de las empresas. El mantra de la competitividad es el argumento supremo al que tenemos que sacrificar derechos sociales, laborales, ambientales y… democráticos. Pagar impuestos, redistribuir la riqueza, mantener el estado del bienestar, derechos laborales, son estigmatizados como frenos a la competitividad y serán sacrificados.
Es la forma en que se produce y dirige la globalización lo que consolida y profundiza las desigualdades a nivel planetario y a nivel local. No es la globalización en sí, sino el marco político institucional global que la gobierna. Si bien es cierto que millones de ciudadanos en el mundo han salido de la situación de extrema pobreza, también lo es que se ha consolidado una fractura importante en determinados países que no tienen alternativa ocupacional que no pase por la movilidad de personas dispuestas a trabajar a precios muy bajos en cualquier lugar. Así la migración se traduce en un elemento más de presión a la baja de los salarios y los costes laborales en los países desarrollados y en una fuente que alimenta la economía sumergida.
Es en este marco, y en ausencia de propuesta política progresista basada en programas de bienestar social, regulación laboral, protección social y medioambiental, donde aparecen las propuestas políticas tipo Trump, Brexit o Le Pen que prometen protección “para los de casa”, que alimentan los miedos y el fanatismo que pueden crecer con facilidad. Son propuestas que van en sentido contrario a la historia, al propio desarrollo técnico y científico de la sociedad, ya que difícilmente se puede limitar la libre circulación de ideas, bienes, servicios y personas, levantando de nuevo unos muros que fueron derribados hace tiempo. Sin duda este largo proceso de construcción de un nuevo orden internacional resto inacabado y está lleno de insuficiencias, en especial un déficit de gobierno democrático global, y debe ser revisado. Pero difícilmente puede ser negado.
Hay problemas planetarios comunes en el terreno del medio ambiente y el cambio climático, las cadenas de producción de valor de las empresas hoy ya son globales, la amenaza terrorista es un fenómeno también mundial, la desigualdad es un freno al crecimiento y desarrollo y la pobreza es una amenaza a la cohesión social. Estas son unas realidades a las que la respuesta proteccionista no es funcional. Ni socialmente aceptable. El proteccionismo de Trump, del Brexit, de Le Pen, no obvia la existencia de la globalización, pero se plantea intervenir desde dentro la frontera y, por tanto, compitiendo en base a la pérdida de derechos sociales y laborales y el debilitamiento de la democracia, alimentando valores insolidarios e individualistas, alimentando odios y fanatismos. No quiere reglas justas y equilibrios sociales y territoriales para las interrelaciones económicas mundiales, sino reforzar la propia ventaja comparativa de un intercambio desigual, donde la mejor posición relativa alcanza a costa del aumento de la brecha entre países y de los derechos y las personas del propio país. Sin duda la globalización y la apertura de las sociedades generan cambios importantes en la relación entre el poder económico y político en las sociedades y en la gestión de los gobiernos. El poder económico se va concentrando cada vez más, limitando la capacidad de acción de los gobiernos pero sobre todo estableciendo posiciones dominantes, especialmente del sector financiero, que limitan la competencia, condicionan las inversiones y eliminan protecciones. Hay que regular estos cambios, estas relaciones de poder, pero sobre todo sabiendo quiénes son los ganadores y los perdedores del actual proceso de globalización para cambiar las políticas que lo provocan. De lo contrario el malestar social creciente, alimentado por la pérdida de derechos y la falta de expectativas, engordará las filas electorales de las propuestas populistas y proteccionistas.
Pero esta realidad no puede obviar que en una mirada de largo alcance constatamos que hoy estamos mejor que hace 100 años, que hace 50 o 30. Cada vez más personas tienen acceso a las nuevas tecnologías de la información y comunicación, la productividad aumenta por aplicación de estas nuevas técnicas, la capacidad de innovación y el aumento general del conocimiento. El proceso de integración económica de los últimos 35 años ha sido muy intenso, gracias especialmente a la revolución de las comunicaciones, el transporte y la energía. La renta por habitante mundial se ha doblado y la pobreza extrema ha pasado del 40% al 10% de la población mundial, el analfabetismo ha disminuido del 50 al 15%, han emergido países que vuelven a ocupar una posición en el reparto de la riqueza global. Es cierto que esto no ha sido igual en todas partes y para todos. Ha sido más intenso en Asia, Europa del Este y América Latina. África ha quedado relegada, pero aún así la pobreza también se ha reducido del 60% al 40%.
Desde la quiebra del sistema financiero y la propagación de la crisis económica en 2008 el crecimiento económico global se ha resentido y se han generado dinámicas de repliegue en las políticas nacionales. La ruptura de la tendencia de crecimiento que se inició los pasados años 80 ha generado nuevos desequilibrios y ha hecho crecer la desigualdad entre países y al interior de cada país. Los últimos 30 años la media global del PIB per cápita ha crecido un 25%. Pero lo ha hecho de forma diferente por el 20% más pobre, que ha visto crecer su renta per cápita en un 40%, que para el 5% más rico que la ha aumentado un 60%. Mientras, lo que llamamos las clases medias occidentales, entre el 75% y el 90% de los más favorecidos de las sociedades, sólo ha visto crecer su riqueza en un 5%, lo que explica en buena parte el porqué son precisamente estos los sectores que más expresan el malestar y la pérdida de expectativas de futuro en el actual contexto.
Las políticas con que se ha abordado la crisis los últimos años ha generado inseguridad económica -precariedad, desempleo, caída de la protección social- y ha difuminado las expectativas de amplios sectores sociales. La fórmula de la austeridad ha limitado la capacidad de intervención autónoma de los estados y ha comportado la rebaja de buena parte de las garantías sociales. Pero ha afectado de manera importante precisamente en aquellos sectores que más se identificaban con los valores liberales y cosmopolitas (multiculturalismo, laicismo, tolerancia, etc.) que se encuentran desprotegidos y abandonados por las fuerzas políticas dominantes. Ni los gobiernos locales ni las instituciones globales no han sido capaces de generar confianza de futuro. Esto genera desafección política.
Corremos el peligro de que la respuesta al libre comercio, a la libre circulación de personas, mercancías, información y capitales y la integración económica de los países, siga la ley del péndulo y atribuya todos los males de la crisis, el estancamiento económico, la creciente desigualdad y la injusticia social, a la globalización sin más. Y que el rechazo a la globalización nos lleve al proteccionismo, al aislamiento y la autarquía. Es necesario orientar la economía mundial hacia el desarrollo sostenible social y ambientalmente si se quiere vencer la desafección social y eso pasa por cambiar las políticas con que se está dirigiendo hoy la globalización, redefinir el papel de los organismos internacionales y buscar fórmulas de globalizar y democratizar la intervención política.
En las postrimerías del siglo pasado un amplio movimiento antiglobalización hizo converger diferentes ámbitos políticos y sociales en la crítica social a la globalización. Un movimiento diverso, crítico con un proceso de globalización que beneficiaba las grandes multinacionales y los países ricos, que consolidaba la desigualdad y extendía la pobreza, que atacaba el modelo de estado del bienestar y precarizar el trabajo y que era refractario con la democracia. Visto hoy aquel análisis dibuja el presente. Pero el movimiento antiglobalización no fue simplemente una respuesta negativa a la realidad. Evolucionó configurándose como “altermundista” y bajo el lema “otro mundo es posible” (y necesario debemos añadir) tradujo el análisis crítico y la denuncia en la exigencia de una globalización que ponga en el centro el desarrollo humano, los valores sociales, el respeto al medio ambiente. Un movimiento confrontado con el neoliberalismo, con la acción y los valores que se establecían desde el FMI, el BM y la OMC.
Este movimiento anualmente actualiza crítica y propuestas en los encuentros del Foro Social Mundial -recordemos Portoalegre-. Interfiere en el pensamiento único que impregna en el conjunto social los valores de la resignación y la inutilidad de la acción colectiva y el cambio social. Un movimiento amplio, de alcance internacional, que ha mantenido la capacidad de responder, aunque en posición de minoría social y con débiles altavoces mediáticos, a una hegemonía ideológica global que hoy dirige este proceso de globalización sin reglas ni controles que no sean los marcados y determinados por los centros del poder económico y financiero mundial. El movimiento dio un salto importante en su articulación en la lucha contra la guerra y por la paz. Un movimiento que en la actualidad se refleja en la campaña antiTTIP y StopCETA o en la respuesta social a las políticas insolidarias y represivas de la UE en la crisis de los refugiados.
Hay un amplio movimiento planetario crítico con el papel y función de los organismos internacionales (troika) que “gobiernan” las relaciones económicas internacionales y que alimentan espirales de dependencia económica norte/sur- y regresión de derechos y libertades; que imponen endeudamientos y políticas ultraliberales, que consolidan las situaciones de pobreza y desigualdad que se dice querer combatir. La crítica es el papel de los organismos internacionales que actúan como extorsionadores de los gobiernos de los países económicamente dependientes, a los que fuerzan a aplicar políticas antisociales.
La crítica al proceso de globalización lo es a las políticas hoy dominantes y es por tanto una exigencia de cambio. No se invalida el proceso de movilidad internacional de ideas, información y conocimiento, de personas, mercancías y servicios, de tecnología y capitales. Se cuestionan las políticas por los efectos que genera. La circulación global -de personas, mercancías y capitales- hace siglos que se produce. Con unas reglas u otras. En épocas de manera más lenta y otros más rápido y se ha ido desarrollando con diferentes niveles de intensidad en diferentes áreas del planeta. Los países pequeños y en vías de desarrollo necesitan del comercio internacional para su desarrollo y eliminar la pobreza interior, la alternativa de la autarquía o autoabastecimiento lo deja en posición peor, de subordinación y sumisión.
Ante el auge del populismo proteccionista hay que reforzar una posición política alternativa que ofrezca respuestas a los problemas reales y devuelva la esperanza a la ciudadanía que “otro mundo es posible”. Ser consciente de que la actual interdependencia de los países en un contexto global como el actual no se puede responder en exclusiva desde políticas nacionales, pero también que las políticas nacionales deben responder a los problemas concretos al tiempo que interfieren en las dinámicas globales. Por eso hoy hay que reforzar las medidas de protección social y de impulso del trabajo de calidad y con derechos, recuperar el valor de la redistribución de la riqueza a partir de un sistema fiscal suficiente y justo, promover la inversión pública social orientada a reforzar la capacidad de innovar y cooperar en el entorno económico y abrirse al mundo, establecer controles y garantías de utilidad social del capital financiero.
Son posibles respuestas políticas nacionales que recuperen la esperanza y retomen una vía de desarrollo económico, social y sostenible. Hay que entender que hay más Estado y más democracia para embridar el mercado una vez se ha demostrado, por activa y por pasiva, que el funcionamiento libre de éste, sin reglas ni controles, sólo beneficia a pocos -los que parten en situación de ventaja por la posición de poder que ocupan- y perjudica a la inmensa mayoría. La diferencia de la posición de partida o la posición de dominio, el acceso a las herramientas de información y la distinta capacidad de decisión, cuestiona el sagrado dogma de la libertad de mercado y justifica la necesidad de una intervención democrática, estableciendo reglas y controles que limiten la desigualdad que se genera. Reglas y controles, pero sobre todo transparencia y democracia son recetas fundamentales.
Pero lo es también definir un marco de intervención global que evite respuestas autárquicas y proteccionistas. Necesitamos más Europa, pero una Europa construida sobre una mayor unidad política, social y fiscal y no en la exclusiva unión económica y monetaria sobre la que actualmente pivota y que se impone desde instituciones no representativas, como la Comisión Europea y el Banco central Europeo, y dictando normas ajenas a las necesidades sociales. Necesitamos una Europa que disponga de un Presupuesto con capacidad de impulsar políticas y medidas orientadas al pleno empleo y a la cohesión social, que persiga el equilibrio territorial y la garantía de igualdad de derechos, que promueva valores y elimine barreras y discriminaciones. Habrá que revisar la arquitectura institucional de esta UE, dotando de mayor competencia en el Parlamento y supeditando el papel y la función de la Comisión a la representatividad democrática. Habrá apuntalar y reforzar un pilar social, donde la garantía de derechos laborales y sociales sea exigible partes y no sean valores devaluables a cambio de competitividades y rentabilidades. Habrá un nuevo papel al Banco Central Europeo que incorpore el objetivo del pleno empleo y vigile y limite el capital financiero en sus dinámicas especulativas. Habrá contribuir a la lucha contra los paraísos fiscales y promover una fiscal social y ambientalmente justa.
Hay margen para dar una respuesta no proteccionista a los problemas actuales. El peligro del proteccionismo radica en que no pretende combatir las políticas que están en la base del malestar social existente, sino simplemente cerrar fronteras para reforzar un modelo de relaciones desiguales entre países y también entre personas. Detrás de la propuesta proteccionista se sustentan valores individualistas y mercantilistas que contribuirán a hacer sociedades menos democráticas, más insolidarias, más pobres y más desiguales. La respuesta proteccionista promete soluciones fáciles levantando fronteras y estigmatizando el extraño, pero no cuestiona las bases de la ideología neoliberal ni las políticas austeridad que han generado el dolor y malestar.
Frente al proteccionismo debemos reforzar la capacidad de intervenir globalmente a partir de los problemas locales. Aislados y cerrados no superaremos los problemas que genera el actual modelo de globalización. La devaluación de los derechos laborales, la pérdida de los derechos sociales y la negación de los derechos ambientales se fundamenta en la hegemonía de la ideología neoliberal que es justifica por el mantra de la competitividad y la voluntad de aumentar la tasa de ganancias y la acumulación de poder y riqueza en pocas manos. El proteccionismo no aborda estas cuestiones, al contrario las refuerza, porque en un sistema económico mundial la inexistencia de reglas de juego comunes y globales para las relaciones económicas y comerciales entre países refuerza la estrategia del dumping social y éste ya sabemos que recae en las espaldas de los trabajadores y trabajadoras y en la devaluación de las condiciones de trabajo y de vida del conjunto social.
Reforzar la acción global partiendo de los problemas locales nos debe obligar a construir espacios de intervención social a nivel mundial. En este sentido es importante el espacio que juega el sindicalismo internacional, la Confederación Europea de Sindicatos y la Confederación Sindical Internacional. Una acción sindical global que debe presionar para reforzar los espacios de intervención y diálogo social, sea ante el G-20, sea ante la Comisión Europea, con el fin de situar las propuestas y exigencias del movimiento de los trabajadores y el horizonte de globalización los derechos. Reforzar el papel y las funciones de los comités sindicales -europeos, mundiales- a las grandes empresas transnacionales que no sólo coordinen sino que doten de estrategia global la acción sindical en la empresa para disputar la estrategia empresarial y forzar la responsabilidad social y global de estas empresas globales. Una responsabilidad social, exigible y vinculante, que debe comportar el establecimiento de protocolos de actuación negociados y pactados con la representación los trabajadores que determinen para las empresas que forman parte de esta cadena mundial de valor el cumplimiento de las reglas del trabajo digno, la erradicación del dumping social y ambiental y el respeto a los derechos y libertades sindicales partes.
Hay que dotar de herramientas e instituciones eficientes que interfieren en la actual globalización, haciendo jugar a determinadas instituciones internacionales un papel activo y eficaz para combatir las desigualdades y las fuentes del actual malestar, para extender derechos y limitar los abusos. Así reforzar a OIT y su función de regulador de derecho laboral internacional, la creación de un Fondo Mundial contra la pobreza, el establecimiento de la Tasa Tobin a las transacciones financieras y la eliminación de los paraísos fiscales, la democratización del FMI y de la OMC, etc., son algunos de los mecanismos posibles. Promover un marco de reglas y controles que superen las imperfecciones e injusticias del libre mercado y crear instrumentos de compensación e intervención que permitan un desarrollo global más armónico y equilibrado.
La alternativa al actual modelo de globalización no se combate con el aislamiento y la autarquía que propone el populismo proteccionista, sino con la construcción y ejecución de políticas, locales y globales, que cambien las bases materiales que lo originan.
Barcelona, 26 de Mayo de 2017