Carlos Tuya
Periodista y escritor
INTRODUCCIÓN
Hace treinta y cinco años, cuando la batalla política en España se centraba en la salida a la dictadura franquista, escribí un pequeño ensayo sobre el Estado y la Democracia como parte de esa lucha política. Indudablemente, la salida de una dictadura pone siempre en primer plano la cuestión de la democracia, sin que haya lugar a mayores matices. La democracia parlamentaria de corte liberal, aunque supusiera aceptar el libre mercado y el sistema económico capitalista, estaba fuera de discusión. Lo primero era alcanzar la libertad política, conseguir la legalización de los partidos políticos, tener unas elecciones sin trabas y dotarse de una Constitución lo más avanzada posible. Con esos presupuestos, la cuestión estratégica de quién dirigía el cambio democrático quedaba oscurecida por cuestiones tácticas. Una parte -la más lúcida- de los políticos que habían dirigido el país durante la fase final de la dictadura, y las clases sociales sobre las que se había sustentado el franquismo, fundamentalmente la alta burguesía empresarial y funcionarial, estaban interesadas en una transición ordenada que no pusiera en peligro el sistema económico y su control bajo nuevas formas democráticas. Cierta confluencia de intereses entre unos y otros, junto a la correlación de fuerzas condicionada por el papel del ejército, propició un acuerdo entre los dirigentes de uno y otro bando. Así, la lucha popular de cambio se trucó en reforma, que culminó en los acuerdos políticos para la Transición. Todo esto es ya historia. Solo quiero resaltar que la metamorfosis controlada de la dictadura franquista en democracia parlamentaria supuso la perdida de una gran oportunidad histórica de trasformación
socioeconómica que cambiara las relaciones de poder, y posibilitara avanzar hacia una sociedad más justa e igualitaria.
Desde entonces han ocurrido muchas cosas en nuestro país, y en el mundo, que hacen necesario una reformulación de las ideas contenidas en aquel ensayo teórico. Por ejemplo, la influencia del llamado campo socialista ha dejado de existir. Y, lo más importante, su recuerdo ejerce una influencia negativa sobre cualquier propuesta de transformación social, que los enemigos del socialismo utilizan con bastante eficacia. Desde entonces, nada en la teoría política revolucionaria puede ser igual. La catástrofe ha sido de tal magnitud que obliga a revisar a fondo todo el andamiaje teórico, incluso para los que, ya en su día, señalaron las deficiencias del modelo y su previsible derrumbe. Ya no valen los recursos fáciles y exculpatorios, echar las culpas a los fallos ajenos del sistema como la degeneración burocrática. Que esos fallos se reprodujeran -y siguen reproduciendo en lo pocos países que se siguen reclamando del socialismo real, como China, Cuba, Corea del Norte, Vietnam- evidencian errores básicos en la teoría y en la práctica a la hora de postular y construir una sociedad socialista avanzada. Esos fallos, además de las circunstancias históricas concretas que los propiciaron, tienen que ver con la concepción y uso de la democracia, instrumento político fundamental del quehacer político e instancia legitimadora, participativa y controladora de la trasformación socioeconómica. Por lo que se refiere a nuestro país, la grave crisis de los últimos años, y los movimientos sociales generados como consecuencia de ella, han puesto de nuevo sobre el mesa la cuestión básica del poder político y su plasmación democrática. Resolver estas cuestiones es necesario para construir una sociedad nueva que permita avanzar realmente en la igualdad, la solidaridad, la plenitud de derechos, así como el establecimiento de una economía reglada al servicio de los ciudadanos.
Marx teorizó que el capitalismo, en su desarrollo histórico, creaba las condiciones objetivas para la revolución proletaria como un avance y superación de las limitaciones intrínsecas de la revolución burguesa. La supuso internacional, y luchó para que ocurriera mediante el liderazgo de los obreros de los países más industrializados. Por el contario, las revoluciones de inspiración marxista-leninista ocurrieron en países semiindustriales, cuando no mayoritariamente agrarios, enmarcadas en dos terribles guerras mundiales. El resultado fue que su principal tarea consistió en sacar a los países del subdesarrollo, acabar con los restos feudales tanto en las relaciones sociales como productivas en el campo, resolver la cuestión vital de la paz, etc. Todo en un entorno hostil, cuando no directamente beligerante. Los países occidentales donde el desarrollo de las fuerzas productivas era mayor y la clase obrera mayoritaria, permanecieron ajenos a la revolución, pese a que las distintas crisis económicas evidenciaron el corsé que representaban las relaciones capitalistas de producción. El voluntarismo revolucionario demostró así su inoperancia, con resultados muchas veces dramáticos. Pero el ansia de una sociedad más justa e igualitaria, a salvo de las periódicas crisis del capitalismo, ya era imparable. La respuesta en la Europa enfrentada a la URSS y los países del Pacto de Varsovia fue un nuevo pacto social, el estado de bienestar, que es precisamente lo que la actual crisis está poniendo en cuestión. Y con ella, las formas de dominación del sistema, tanto políticas como económicas. De nuevo se abre una ventana de oportunidad para los procesos revolucionarios. Con la diferencia de que el impresionante desarrollo de las fuerzas productivas experimentado en los últimos lustros, sobre todo, gracias a la revolución digital y el avance científico-técnico, permite plantearse profundas y radicales trasformaciones democráticas, económicas y sociales nunca vistas. Todo en un mundo globalizado donde las agresiones a los países que optan por construir un nuevo modelo de sociedad, no son fácilmente tolerados.
El socialismo vuelve a ser un objetivo posible y alcanzable.
Esto pequeño trabajo teórico (con alguna propuesta programática general, como cierre práctico) pretende contribuir al necesario debate teórico e ideológico que toda trasformación revolucionaria de la sociedad exige. Porque, en definitiva, la historia la hacen los seres humanos, aunque siempre en el marco de las condiciones materiales (fundamentalmente económicas, pero también políticas y culturales) en las que se desenvuelve su acción trasformadora.
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